La "Muerte Zurigorri" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una enfermedad había sido tan fatal y tan espantosa. El blanco de los pañuelos y el rojo de la sangre eran su encarnación y su sello. Comenzaba con mal juego, agudos dolores, una clasificación penosa en los últimos puestos de la tabla, un vértigo repentino, y luego los pañuelos flameaban, los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Así había acabado sus días el príncipe Fernando I y así podía terminar los suyos su sucesor.
Pero el príncipe Fernando II era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus súbditos más díscolos reunidos en Asamblea quisieron atraerle al poblado en el que se sentían fuertes, lo que le hubiera puesto a merced de la Muerte Zurigorri, supo ganar tiempo. Por medio de su heraldo Fermín llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, de su entera confianza y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto de Jabyer, el constructor del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; los villanos desleales con el príncipe no tardarían en morir de muerte natural, y entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Zurigorri.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la enfermedad hacía los más terribles estragos arrastrando al país a los dominios del llamado “infierno” en el que nunca había estado, el príncipe Fernando II ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia para celebrar la construcción de una nueva sala de juegos a cargo de su arquitecto, el gran Jabyer, y sus socios.
Pero entre los siete aposentos destinados a la fiesta, uno causaba extrañas sensaciones a los invitados del príncipe. Era una especie de museo, en el que trofeos ganados hacía ya tiempo por los predecesores del príncipe lanzaban sombras acusatorias sobre los cortesanos; acusatorías sí, porque su mera presencia, junto a viejas fotos en blanco y negro de los héroes que los ganaron, reprochaban la vana e improductiva existencia de los frívolos parásitos que devoraban, con la aquiescencia del príncipe, lo que quedaba de una hacienda forjada con el esfuerzo de un pasado glorioso y hasta heroico. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj sujetado por la efigie de un león. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
La fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Más otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj del león un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzose al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja rojiblanca. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia no podía tolerar, y meno aún aprobar, semejante disfraz.
Cuando los ojos del príncipe Fernando II cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionose en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la impresionante apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Mas entonces el príncipe Fernado II, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercose impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyose un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Fernando II se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron sobre el intruso; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj del león, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Zurigorri. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj del león se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y el horror, las tinieblas y la Muerte Zurigorri lo dominaron todo.
Edgar Cincinato Poe, sólo te ha faltado añadir el sobrenombre a los principes del Relato (con mayúscula): Fernando I "el Vanidoso" y Fernando II "el Soberbio".
ResponderEliminarTenía una idea equivocada de este ambigú: creía que su rancio costumbrismo iba más bien por la línea de representar el Don Juan Tenorio la noche de todos los Santos...
ResponderEliminar¡Cual gritan esos malditos!
Pero ¡mal rayo me parta
si en concluyendo la carta
no pagan caros su gritos!
(De hecho, esto lo podía suscribir perfectamente el Príncipe del relato de Cincinato Poe)
Espero que en la fiesta de Halloween del sábado no nos den muchos sustos.
Tenebrosa adaptación Cónsul de este relato de EAP, un placer leerla... aunque a mi me parece que nos encajaría mas, en cuanto a parafrasear de forma literaria nuestro actual estado del ánima zurigorri, el poema del insigne escritor "El cuervo" y su continuo graznido: "nunca mas"...
ResponderEliminarPiston y Tao: que conste que si os ha gustado el relato será por el mérito de Poe y de su traductor: el 95% de las palabras las he metido con el copipaste. Solo he cambiado lo mínimo para adaptarlo a nuestra triste realidad.
ResponderEliminarPiston: hablas de El Cuervo.
ResponderEliminarYo al principio pensé en "El Hundimiento de la Casa de Usher" con Macua en el papel de Roderick Usher y la sufrida afición zurigorri ocupando el papel de Madeleine Usher, enterrada en vida.
Pero me pareció muy retorcido.
¿O no?
Leí de joven la caida de la casa Ushler y me impactó, junto con el perro de los Baskerville...
ResponderEliminarRecuerdo que era muy truculenta, con gran sensación a depravación, opio a tutiplen, relaciones sexuales raras,... en fin, muy tórpido como parecerse a nuestro mikrokosmos zurigorri excepto por "la caida"...
Ya sabes que yo, para hacer similes cinematográficos, literarios o musicales con nuestro Club, siempre prefiero El Ocaso de los Dioses...
Me gusta mucho "Los crímenes de la calle Morgue". Sin embargo, hablando del Athletic, este relato no le va mucho: es más de estilo policiaco y a la actualidad rojiblanca se adaptan mejor los de terror.
ResponderEliminarPor ejemplo, después de ver la canallada del panfleto Época, mi idea de lo que habría que hacer difiere sensiblemente de lo que ha anunciado la directiva. ¿Una querella? ¿Para qué, para seguir haciendoles publicidad gratuita de su porquería de medio y, para colmo, no conseguir ninguna satisfacción? ¿Para convertirnos en el blanco de una caverna deseosa de ajustarnos las cuentas?
Mi idea va más bien por la senda de la venganza cruel. Tomar como ejemplo el relato de Poe "El barril de amontillado" y aplicar sobre los miserables que están detrás de ese reportaje una "medicina" similar.
Lo que podríamos disfrutar construyendo, fila a fila de ladrillos, la pared que los deje encerrados en un oscuro y húmedo sótano para toda la eternidad.
Vale, la propuesta es un poco bestia, pero leer a Poe tiene estas cosas...
Taoteking dijo....
ResponderEliminar"Lo que podríamos disfrutar construyendo, fila a fila de ladrillos,...."
Tengo el trailer cargado de refractarios. Más apropiados por si te arrepiendes y les da fuego.Dime la dirección, y te los llevo.
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ResponderEliminarComo parece que no hay entrada nueva para hablar del partido... y el título de la entrada refleja muy bien lo que en él vimos... Voy a dar aquí mis opiniones porque yo la máscara no la vi... pero la muerte zurigorri... me pareció verla in situ...
ResponderEliminarAdemás veo que ninguno os atrevéis a dar vuestra opinión... ¿Tan dura es?
Si os digo la verdad.... yo tampoco sé muy bien por donde tirar.... Ahora lo veréis... va a ser una mezcla de pesimismo y de optimismo... porque en estas situaciones prefiero ser optimista para no deprimirme.
El primer tiempo me gustó muchísimo. Se empezó un poco titubeantes pero como suele ser lo nuestro... me quedo con el arreón final del primer tiempo que me pareció de lo mejor que hemos visto en esta liga. Y ya llevamos varios partidos diciendo esto mismo... este momento ha sido lo mejor de la liga, ya en varios partidos nos repetimos... que se jugó muy bien. Creo que todo el mundo disfrutó el bocata porque tenía el tema buena pinta.
De todas formas sobre el primer tiempo sí quiero comentar algo negativo. Balenciaga estuvo bien hasta... hasta que volvió a cometer su regalo de rigor... Y ya van tres... Balenciaga todos sabemos que es joven , que viene de 2ª B, que le falta experiencia... Sí, ya lo sabemos... Pero ¿Cuántos errores vamos a tener que aguantar? Por si no los recordáis os refresco la memoria. El principio del fin en Sevilla comenzó con su anchoa... , contra el Madrid el primer gol también fue (entre otras cosas...) porque se quedó dormido y rompió el fuera de juego dormido y bien porque estaba por lo menos 2 metros o 3 más retrasado que sus compañeros...) y el de ayer... Está claro que se ha especializado en fallar para que nos metan el primer gol. Sí ya sé que luego queda un mundo para poder remontar el partido... y que contra el Madrid y ayer pudimos reaccionar... Pero teniendo en cuenta lo que nos cuesta meter goles... ¿No os parece que ya es hora que veamos a ver si otro hace menos anchoas que él? Casas fue asesinado públicamente por un único error. ¿Cuántos hay que aguantarle a Balenciaga?
Por cierto, que sepáis que Balenciaga me gusta, que atacando me parece bueno, que es valiente... sí, todo eso sí. Pero ahora quiero ver a Koi, que el año pasado fue uno de los pilares de la defensa. Y Balenciaga en el banquillo, como refuerzo fiable. ¿QUé os parece?