Sucedió hace muchos años, tantos que hoy nadie puede asegurar que alguna vez ocurriera algo ni siquiera parecido a lo que voy a relatar. Un joven e inexperto guitarrista acudió a una cita en un cruce de caminos. A medianoche apareció un maléfico personaje que le hizo una tenebrosa oferta: a cambio de su alma le convertiría en el rey del blues del Delta.
Robert Johnson nació en 1911 en
Hazlehurst, un villorrio al sur de
Mississippi. Su madre tuvo tantos hijos como amantes y cambiaron tanto de domicilio que el pequeño
Bob pasó su infancia yendo de un lado para otro, pobre y sin conocer la identidad de su padre. Desde muy joven cultivó, con desigual resultado, dos grandes aficiones: la música y las mujeres. Si en su faceta musical no pasaba de ser un voluntarioso aprendiz de guitarrista que se escapa de casa algunas noches para acompañar con la armónica a los bluesmen que tocaban en los tugurios de la zona de
Robinsonville, en sus relaciones con las mujeres la situación era distinta, pues siempre gozó de un rotundo éxito. Fruto de su precocidad, llega a casarse a los diecisiete años con una chica de algo más de catorce, pero el matrimonio no duraría mucho, ya que su mujer y el hijo que estaban esperando fallecen apenas dos años después.
Tras enviudar, se entrega con profusión a la bebida y, sobre todo, a las mujeres, de tal manera que sus conquistas fueron engrosando una larga lista de amantes, algunas bastante mayores que él. No parece descabellado pensar que, de entre todas aquellas aventuras, surgiera algún marido celoso y airado a quien aquel escurridizo jovenzuelo no le hiciera ninguna gracia. Es posible que fuera esta la razón por la que, eventualmente, Robert se hubiera visto obligado a salir huyendo del poblacho en el que vivía; o tal vez la causa de su marcha fuera que había decidido buscar en otro lugar algún progreso en su incierta carrera como guitarrista; lo más probable, sin embargo, es que simplemente su marcha se debiera a que buscaba trabajo como temporero en alguna de las plantaciones de algodón de la zona. Lo cierto es que, fuera la que fuera la razón, por aquella época emprende un viaje por diversas localidades del estado de Mississippi. A su regreso, sus amigos y sus vecinos no podían creer que aquel muchacho que nunca había conseguido hacer sonar demasiado bien a su guitarra se hubiera convertido en un auténtico virtuoso y todos se preguntaban cómo había sido posible esa transformación.
La explicación a tal prodigio se sitúa en la localidad de Clarksdale, condado de Coahoma (Mississippi), justo en la intersección entre las carreteras 61 y 49. Allí fue donde al joven Bob se le apareció el diablo con la siguiente propuesta: a cambio de disponer de su alma le convertiría en el mejor intérprete de blues de la historia. Robert aceptó el trato y a partir de aquel momento, con sólo deslizar sus dedos por el mástil de su destartalada Gibson, conseguiría los mejores acordes que cualquier ser humano pudiera interpretar. Johnson comenzó a actuar con gran éxito por todo el estado y la leyenda habla de la tremenda impresión que aquel extraño personaje causaba entre la concurrencia: algunos testimonios afirmaban que se situaba sobre el escenario de espaldas al público, algo que, según otros, podría deberse a que, mientras actuaba, los ojos se le ponían en blanco y se comportaba como si estuviera poseído mientras interpretaba extrañas canciones en las que hacía referencia a su pacto con el diablo. Entre actuación y actuación, no permanecía mucho tiempo en el mismo sitio. Esta vida itinerante quizás tuviera alguna justificación en el hecho de nunca dejó de cortejar a mujeres casadas y no sería de extrañar que en más de una ocasión tuviera que salir precipitadamente de una ciudad huyendo de algún marido engañado.
Nos acercamos al final del relato y no podemos olvidarnos de que hasta el momento sólo hemos hablado de una parte del pacto. El 13 de agosto de 1938, Robert sedujo a la mujer del propietario del Three Forks, el local donde actuaba esa noche. En un descanso de su actuación alguien del bar le ofreció una botella de whisky, pero uno de los músicos que lo acompañaban la tiró, advirtiéndole de que no debería beber nunca de una botella abierta. Bob se enfadó, pidió otra y, aunque también estaba abierta, bebió directamente de ella. Más tarde, en plena actuación, se sintió indispuesto. La estricnina que contenía la botella le mantuvo delirando hasta que murió tres días después. Todas las señales indican que el diablo se había cobrado la deuda contraída en aquel cruce de caminos de Clarksdale.
Como epílogo a esta historia, este Crossroad Blues, compuesto por Robert Johnson, que Rory Block grabó muchos años después.
Se preguntarán: ¿A qué viene este relato que ocupa el preciado tablón de anuncios de este elegante Ambigú? Muy sencillo. Ahora que todos estamos cabreados y nos quejamos, indignados, por los horarios que le han caído en desgracia al Athletic para los próximos partidos, imaginemos lo que pudo ocurrir cuando, en un cruce de caminos, unos equipos de futbol vendieron su alma al diablo televisivo...