viernes, 25 de abril de 2014

Jornada 35: Athletic Club - Sevilla F.C.


Sobran las palabras: el partido. Se puede decir más alto, EL PARTIDO, pero no más claro.

martes, 15 de abril de 2014

Pesadilla en la cocina... del Ambigú


Alberto Chicote se detuvo ante la puerta del Ambigú Zurigorri. Echó un vistazo al entorno: su ubicación en una calle bastante concurrida, diáfana y animada, parecía buena. Y, al menos desde fuera, el local daba la impresión de estar bien instalado, con cierta elegancia, incluso.

Lo primero que sorprendió a Chicote fue el enorme jaleo que había en la puerta. El interior debía estar totalmente lleno porque varias decenas de impacientes clientes gritaban y hacían aspavientos en la entrada. Unas chicas rubias, con aspecto de galesas (esto se deduce por sus ceñidas camisetas del Red Dragon y también por un cerrado acento de Cardiff), a preguntas del chef, intentaron explicar tan confusa situación: "Ocurre de vez en cuando. El local se empieza a llenar, a llenar, a llenar y ya no cabe nadie más. Ni siquiera en la bodega, que, dicho sea de paso, suele ser utilizada por una pareja de tortolitos para 'carnearse' a tope". Chicote no entendía nada: "O sea, que el local se llena porque tiene mucho éxito. Entonces... ¿para qué me han llamado?" "No, que va", dijo una de las galesas, la más tímida, la que apenas levantaba la mirada de su prominente melonar, "esto se llena siempre que hay partido, pero aquí casi no se consume nada. Todo lo que sirven es incomestible. De hecho, hay algunos que se traen los canapés de casa... bueno, eso si no hay asamblea del Athletic, que entonces aprovechan y los traen de allí". Chicote, temiéndose lo peor, hizo una última pregunta a las rubias: "Y toda esta gente, ¿qué hace aquí entonces?" "Ven el partido. Discuten... Rollos de tikitakistas y resultadistas o algo así... Es que nosotras sólo entendemos de rugby. También debaten sobre fichajes, filosofía, estatutos. Suelen hablar mucho de un tal Undiano... Están todos como cabras. Pero son muy divertidos", contestó otra de las galesas, la que tenía pinta de estar pasándoselo mejor.

El chef, asombrado y temiéndose que iba a meterse en un sitio en el que preferiría no estar, fue apartando a todos los vocingleros que se iba encontrando por el camino y a duras penas entró en el Ambigú. "Por favor, ¿el gerente?" "Ni idea", le contestó uno que tenía en su mano un gin-tonic del que sobresalían algunas hojas verdes de una planta indeterminada. "Hace años había dos, pero ya no hay rastro de ellos. Uno se marchó de la noche a la mañana. Aquí hay quien dice que fue cosa del KGB y otros afirman que lo que realmente ocurrió es que se marchó con la caja B". Las gotas de sudor perlaban la cara de Chicote, quien echaba de menos no haber aceptado aquel puesto de cocinero jefe en el restaurante del aeropuerto de Castellón. "Creí que aquello iba a ser estresante", pensó melancólico.


"Decía usted que había dos gerentes... Me da miedo preguntar... ¿y el segundo?". El del gin-tonic, que se había dado la vuelta para echar en cara a otro "el gran error que supone el doble pivote en el futbol moderno", se volvió de nuevo para contestar a la estrella televisiva: "Uf... Lo de este es mucho más misterioso. Lo último que se supo de él es que estaba en alguna isla del caribe intentando dar salida a un stock de lencería de verano. No cuente usted con él, de momento. Parece que le va bien por allí". "Pero habrá algún encargado, ¿no?" "Pues no lo tengo muy claro... Pregunte por ahí. En cualquier caso, le recomiendo que no pruebe esa tortilla. Repito: bajo ninguna circunstancia dé un bocado a esa tortilla".

Alberto Chicote miró el expositor de la barra. Nunca había visto algo semejante. Su trabajo en la televisión le había llevado por los antros más infectos, por los tugurios más malolientes y las cocinas más mugrosas de toda España. Incluso una vez, en un especial, habían grabado un programa en un insalubre cuchitril de algún otro país. Nunca, jamás, "never, never, never" (que diría el Ser Supremo Merengue) había visto una imagen tan dantesca como la que ofrecía aquella barra. Chicote notó una especie de nausea y un cierto bloqueo en sus vías respiratorias... "Tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí...", repetía, fuera de sí, mientras repartía codazos, mordía orejas y propinaba puntapiés en la espinilla de todo aquel que se le ponía por delante. En su desaforada huída no alcanzó a darse cuenta de que en el abarrotado local se había hecho de repente el silencio. No fueron más de un par de segundos que terminaron con un estruendoso grito... GOOOOOOOOOL. Fue como una enorme explosión. Un estruendo al que siguieron abrazos, palmas entrechocadas, guiños y gestos cómplices. Todos miraban hacia una gran pantalla de televisión que se encontraba al fondo del Ambigú. Entre el griterío se alcanzaba a escuchar levemente la voz de un narrador que insistía en la importancia de ese gol, en el último suspiro del descuento, y de los tres puntos que el Athletic acaba de conseguir en el Nou Camp.


Las galesas, en la puerta, se sumaron a la algarabía y también repartieron abrazos y arrumacos a diestro y siniestro. Entre tanto alborozo, nadie se percató de que Chicote, enloquecido, había cruzado la calle corriendo y, justo enfrente, entraba en un sórdido local llamado El Ciclotímico. Un borracho, que había presenciado toda la escena sentado en la acera, murmuró: "Que no le pase nada al cocinero... La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida..."

jueves, 3 de abril de 2014

El hijo de Butch Cassidy


¿Quién no recuerda a Paul Newman y a Robert Redford en Dos hombres y un destino? Interpretaban, respectivamente, a Butch Cassidy y The Sundance Kid, los legendarios forajidos que lideraban la no menos célebre Banda del Desfiladero. Sabemos que ambos bandidos existieron y que su banda realmente se llamó The Wild Bunch (Grupo Salvaje), pero que por razones evidentes -aún estaba reciente la película homónima de Sam Peckimpah- el estudio prefirió cambiar su nombre. No conocemos qué hay de cierto en su épica huída y aunque sí parece ser verdadera su estancia en Bolivia, no está claro que acabaran sus días tiroteados por una patrulla de la policía de ese país, tal y como se narra en el filme de George Roy Hill. En otra película,  Blackthorn (Mateo Gil, 2011), por ejemplo, se ofrece al espectador la alternativa de que Butch Cassidy sobreviviera más de dos décadas en suelo boliviano a los hechos narrados en la cinta norteamericana. 


Vayamos un poco más lejos. ¿Y si Butch Cassidy hubiera tenido un hijo? ¿Y si éste, William Brett Cassidy, hubiera sido árbitro de futbol? ¿Habría salido el chaval, el árbitro, tan bandido como su progenitor? El escritor argentino Osvaldo Soriano relata esta versión de los hechos en El hijo de Butch Cassidy (1993):
El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.

No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.

Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.

Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.

Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.

En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.
William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.