mucho más que unos colores

Como no me siento capaz de escribir nada nuevo/interesante de las neskas - el último encuentro fue una historia repetida de los anteriores con un poco más de incertidumbre por el resultado hasta que llegaron las expulsiones, y, cómo no, con Erika y Eli, Eli y Erika, de nuevo en los papeles estelares - me he permitido la licencia de robarle a mi amigo deviljill un corto relato que escribió hace ya muuuuuuucho tiempo en la otra güé y que a mí siempre me gustó.
Por cierto, el muchacho me confesó que se inspiró en su propia amatxu.

... y a ver si así disipo una miaja el clima preelectoral que se respira en el blog, jejejeje.
Ahí va:



MUCHO MÁS QUE UNOS COLORES

Ella nació a la vez que una guerra en la que todos perdieron.

A pesar de que por las muchas penurias la niñez se le hizo larguísima, en realidad fue muy breve; justo hasta que, sin abandonar aún su muñeca de trapo, tuvo que contribuir a aliviar la precaria situación familiar como una adulta más: cuidando de personas mayores, cosiendo para otros, sirviendo en casas de mayor fortuna...

Más adelante la vida tampoco le dejó mucho donde elegir; se casó, tuvo varios hijos y pasó mil noches de insomnio rezando para que las fiebres de los niños desaparecieran al amanecer.
Estudiar, tener un trabajo remunerado, hacer deporte... nunca pudo siquiera planteárselo; eso eran cosas de hombres.
Al fin y al cabo ella era hija de su tiempo y lo aceptó con naturalidad, jamás se lamentó de ello.

Los años entraban y salían a velocidad de vértigo, y para cuando su mundo empezó a cambiar ya había caducado su frescura.
Poco después unos intrusos (yernos, nueras) le robaron su mayor tesoro, los hijos, pero una vez más asumió su nuevo papel sin protestar. Se fue apartando discretamente pero sin dejar de estar allí cuando la necesitaran, como hacen todas las madres: siempre la despensa llena para la visita inesperada, siempre los brazos extendidos para acoger al bebé un sábado cualquiera.



Desde hace algunos años, ahora que ya las canas adornan su frente con descaro, se acerca cada quince días a Lezama. Allí disfruta viendo corretear a unas chavalas detrás de un balón. Ellas también son hijas de su tiempo, eso sí, un tiempo infinitamente mejor.
Y algunas veces, cuando por su banda se acerca una de las jugadoras, un orgullo inmenso le atraviesa el corazón y no puede evitar una sonrisa nerviosa que acentúa las arrugas que rodean a unos dulces ojos capaces todavía de brillar de emoción; es entonces cuando se atreve a comentar a su compañero de asiento con voz muy bajita:

“esa... esa es mi nieta”